Comentario
De distinto carácter al tesoro de Aliseda es el del Carambolo (Camas, Sevilla), que fue ocultado en un agujero abierto en una antigua cabaña de su poblado alto, tal vez porque fuera un lugar de culto, un templo primitivo. Lo forman 21 piezas de oro muy puro, con un peso total de casi 3 kilogramos, primera prueba de una riqueza poco común. Son placas rectangulares -elementos, quizá, de una especie de corona-, dos pectorales, dos brazaletes y un collar, con dos estilos decorativos, que parecen diferenciar dos juegos distintos. Uno presenta motivos más menudos, con toques de color de pasta vítrea, y a él corresponden el collar, uno de los pectorales y ocho de las placas. El collar es la pieza más fina: con cadena de alambres trenzados, suspende un pasador bitroncocónico del que parten cadenillas con siete (eran ocho) colgantes en forma de sello signatario. Es de un tipo frecuente en Fenicia o en Chipre.
El pectoral adopta forma de rectángulo de lados cóncavos: la figura esquematizada de una piel de bóvido abierta. Es la forma con que se fundían los lingotes de cobre en Chipre, donde adquirió valores simbólicos y religiosos, como acredita la figurita de un probable dios de Enkomi, que aparece de pie sobre una peana con el característico perfil de los lingotes. Recordemos aquí que la misma forma se dio a la planta del pequeño recinto o temenos sagrado en el que se levantó el célebre monumento funerario de Pozo Moro.
En el segundo juego se repite la ornamentación a base de series paralelas y alternas de glóbulos esféricos y rosetas troqueladas; se decoran así otras ocho placas rectangulares, un pectoral del mismo tipo que el comentado y los dos recios brazaletes cilíndricos. Si la técnica y la tipología de las demás piezas responden a influencias orientalizantes, los brazaletes no tienen precedentes en Oriente, sino que son de un tipo propio de los ambientes meseteños o centroeuropeos, como el espléndido ejemplar hallado en Estremoz (Portugal). Es un caso de hibridismo, explicable por el particular flujo de contactos culturales y raciales en que se desenvolvía la civilización tartésica en la que hubo de contar el peso de los pueblos de raíz indoeuropea o céltica del interior peninsular. En las fechas en que se realizó el tesoro del Carambolo, hacia la primera mitad del siglo VI a. C., la presión de los pueblos de la Meseta debió de hacerse muy intensa en el ámbito tartésico, penetrando en él hasta convertirse en uno de los factores desestabilizadores que determinaron la definitiva decadencia de Tartessos, y dando lugar a la caracterización de una región, entre el Guadiana y el Guadalquivir, que Plinio llamó la Beturia Céltica.
En cuanto a la función del tesoro del Carambolo, el peso de las joyas, sus formas, la repetición de los dos juegos y el lugar en que se halló, hacen verosímil la hipótesis de que fueran, más que adornos personales, piezas destinadas al ornato de una estatua de culto; la costumbre está bien atestiguada en el mundo antiguo e intensamente probada en la cultura ibérica, gracias a la escultura. La tradición se mantuvo, sin duda, en época romana, de lo que tenemos para Hispania, entre otros testimonios excepcionales, el de un gran soporte de mármol de Algeciras (Cádiz), con inscripción, dedicado a Diana, con la relación de las joyas entregadas a la diosa, o el pedestal de Acci (Guadix), aún más expresivo, en el que una devota enumera pormenorizadamente las joyas que donó para el ornato de una imagen de la diosa Isis, con la indicación expresa del lugar al que estaban destinadas (para las orejas, para el cuello, para el dedo anular, para las piernas...).
Valga la referencia más detenida a estos dos tesoros como muestra de la mejor orfebrería orientalizante, que se manifiesta con diversos niveles de calidad en muchas otras joyas de características similares, como las halladas en el cortijo de Ebora, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), Segura de León (Badajoz), Serradilla (Cáceres), Peña Negra de Crevillente (Alicante) y otros lugares, o tan peculiares como los thymiateria o candelabros de oro de Lebrija (Sevilla), caracterizados por la sucesión de anillos muy salientes y aristados a lo largo de toda la pieza.
Una mirada a los espléndidos ajuares funerarios de la necrópolis orientalizante de la Joya, en la ciudad de Huelva, bastaría para sintetizar toda esta producción de bienes de lujo como concreción material de la etapa más próspera de Tartessos. En la tumba número 17, una de las más ricas, se hallaron restos de un lujoso carro, jarro, pátera y otros elementos de bronce, numerosos vasos cerámicos, y más objetos de valor de entre los que llama particular atención una arqueta de marfil, con bisagras de plata y elementos de ensamblaje de bronce, soportada por figurillas humanas de estilo egiptizante, talladas también en marfil. Es una muestra sobresaliente del gusto por los objetos adornados o realizados con marfil, otro de los materiales de prestigio preferentemente solicitados en el mercado de lujo de los productos orientalizantes.
Entre los tartesios tuvieron, en efecto, una gran acogida los productos de marfil, aparecidos con relativa abundancia en el entorno de Carmona (necrópolis de Cruz del Negro, Acebuchal, Bencarrón, la Alcantarilla), así como en necrópolis de Mairena del Alcor (túmulos de Santa Lucía), de Setefilla (Lora del Río), Osuna y la citada Huelva, en el santuario de Cancho Roano, en la necrópolis de Medellín y en muchos otros lugares tartésicos o relacionados con su comercio y su cultura. Se trata, en general, de piezas para adornar muebles o arquetas, o corresponden a peines, cucharillas para cosméticos y otros objetos de tocador. No tienen la calidad de los magníficos marfiles fenicios con relieves hallados en Nimrud o en Arslan Tash; los de aquí, salvo alguna pieza aislada y muy fragmentariamente conservada, adornada en relieve, son placas lisas con decoración de repertorio, incisa y no muy cuidada en ocasiones, a base de temas cinegéticos, florales o animalísticos. Han de ser productos de talleres fenicios, instalados en algún lugar del bajo Guadalquivir, quizá en la misma ciudad de Carmona, o en un centro puramente fenicio, como Gadir. Se fechan en el siglo VII, y perduran hasta el VI a. C.